martes, 6 de mayo de 2008

Y ya han pasado 40 años...


Sarkozy prometió enterrarlo, pero parece que Mayo de 1968 sigue más que vigente, aunque sea sólo para debatirlo, criticarlo o analizar qué ha quedado de él.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Cuando toca un año con final en ocho y se acerca el mes de mayo, corresponde echar mano de la evocación. París, Barrio Latino, adoquines, y eslóganes muy ajados por el uso, aunque sea con YouTube. Recuerdo que el primer aniversario ya me llamó la atención quizá porque siempre he sido sensible a la melancolía, pero tengo auténtico pavor a la nostalgia, esa hermana menor y golfa de los malos escritores y los timadores de la historia. La melancolía es un virus inquietante que suele prender en gente orgullosa y tímida, mientras que la nostalgia es tramposa y puta, trabaja por dinero y sirve igual a pobres que a ricos. Por eso mayo de 1968 debería incluirse en los test de inteligencia de cualquier profesional español mayor de cincuenta y cinco años. Pero no con una intención sana y noble, sino al contrario, como una pregunta irónica que consintiera al encuestado unos gramos de entusiasmo imaginario. Conozco a tres o cuatro profesores, españoles por supuesto, auténticos profesionales vivenciales de mayo del 68.No estuvieron en París por esas fechas pero gozan de la patente y llevan viviendo de ella desde noviembre de 1975, que murió Franco y empezamos a retocar los currículos. Los españoles que participaron en los movimientos del mayo parisino están censados. Y si hay alguna duda, deben consultar a José Luis (el asturiano de los títeres) o a Kiko Espresate (el cámara catalán que trabajaba para la ORTF).

He tenido la curiosidad de ir coleccionando los aniversarios españoles de mayo del 68 y puedo asegurarles que constituyen un notable acercamiento a la evolución o involución de la izquierda española posfranquista. El de 1978 fue soberbio. Después de tantos años conviviendo con el cólera se concedía el derecho a que cada cual manifestara sus sueños sin pagarle al psicoanalista. Fue un auténtico maremoto de recuerdos ficticios y de entusiasmos demorados. España entera estaba surcada de jóvenes sesentayochistas que habían iniciado un proceso irrepetible, parecido al que simbolizan los futbolistas cuando cuelgan las botas o los toreros al cortarse la coleta. A este gesto cansino y desolado se denominó desencanto.Coincidió con la liquidación por cierre del negocio de una pléyade de revistas teóricas y de grupos radicales cuya caracterización fundamental se centraba en el antiburocratismo yel antirrevisionismo.Buena parte de este personal, hasta entonces audaz y temerario, se hizo funcionario del Estado y vivió esta paradoja sin demasiados desgarrones, con naturalidad. En el primer aniversario español del mayo parisino latía aún la llama de la retórica revolucionaria, aunque fuera en forma de cerilla. ¡Ay, aquella Constitución que estaba alumbrándose entre pañales de consenso, cuánto desdén! Pero la verdad es que empezábamos a pensar en nuestro futuro independientemente del futuro de la humanidad; algo hasta entonces inaudito.

La de 1988 ya fue otra cosa. El PSOE llevaba gobernando casi seis años y entonces se llevaba la Ilustración. Todo dirigente de la izquierda recién amalgamada bebía de la Ilustración. Estaban formando al pueblo y eran los años felices de descubrirnos occidentales, europeos y atlantistas, eso sí, con un fondo de música de Mahler, el mítico adagietto. Los homenajes y recordatorios al mayo francés se abrieron de horizonte, y apareció como en un fresco histórico lo de Praga y la matanza de México, fundamentalmente. Empezábamos a globalizarnos sin saberlo. Pero aún se mantenía enhiesto el pabellón de la retórica revolucionaria. La traición del PSOE, se decía, no barrería nuestras creencias primigenias. La masa crítica, ya convertida en funcionarios del Estado de por vida, se esforzaba por imaginar alternativas. Los árboles de las oposiciones no impedían ver el bosque de la revolución. Lenin -me acuerdo muy bien, porque apareció citado como autoridad aún inmarcesible- no era más que otro ilustrado revolucionario. ¿Quién iba a imaginar que faltaba un año para que cayera el muro de Berlín y se viniera abajo el último telón de la farsa?

Cuando se festejaron los treinta años del 68, en España gobernaba José María Aznar, y un buen puñado de sus asesores y amigos y comilitones habían sido sesentayochistas de regadío. En 1998 los currículos ya habían sufrido tal transformación que nada parecía lo que había sido. Es verdad que el mundo, como muy bien decía La Internacional,había cambiado de base y los nada de ayer todo habían de ser. Y vaya si lo eran. Cohn-Bendit ejercía de parlamentario con unas concepciones dignas de un liberal británico, André Glucksmann no sólo había dejado de ser maoista, sino que interpretaba como una ofensa que alguien se lo recordara, Benny Lévy-Victor Pierre, el mítico líder de la izquierda francesa más radical, el de las hazañas bélicas de mesa camilla con Jean-Paul Sartre, había pasado de aprobar que un comando palestino liquidara a los deportistas israelíes durante los JJ. OO. de Munich a rabino fanático y ultrasionista.

Si esto era así para las vedettes del mayo parisino, qué decir de aquí, donde había una competencia de impostores y conversos. Siempre me he preguntado cómo debían de ser los encuentros de Aznar con aquellos talluditos representantes de la revolución, ahora empleados públicos. ¿Qué debía de pensar de ellos un hombre que había saltado de José Antonio Primo de Rivera, su fuente formadora en la primera transición, a Karl Popper? En definitiva, se trataba de competir, a ver quien exhibía un triple salto más espectacular.